viernes, 4 de junio de 2021

LAS AUYAMAS DE SERAPIO

 


Serapio corría sobre el muro de bloques de cemento de diez centímetros de ancho, tan hábilmente, que parecía volar, nadaba entre marejadas de viento, era un felino diestro; se sentía libre y audaz. El sol canicular del Tucán —, como se llamaba el barrio de Soledad, Atlántico—, abrazaba su existencia y mojoseaba su piel. 

Descansaba bajo las ramas de árboles de uvito que crecían pegados a la pared, luego bajaba con sus amigos Omar, Nando, Armando, Chil, Monín y Los Monitos; a recoger auyamas silvestres que metían en un saco o bolsa que encontraba en un solar ubicado sobre la autopista al aeropuerto de la localidad. Presentarlas como ofrenda por su tardanza a casa, los eximia de sanciones sabor a encierro, lavar la loza, pasar el trapero y prohibición de programas preferidos; en fin, los expiaba de pecados preadolescentes. 

El tiempo transcurría velozmente, eran las 2:00 pm, sus padres preocupados, iniciaban la danza de los “asoma cabezas” en las terrazas. Salían de a pares con los brazos cruzados o en forma de jarra.

    ¿Dónde estarán esos muchachos?  

 Caminaban las calles gritando sus nombres, como si estuvieran explorando en un bosque sin ecos —. Ellos, eran muy traviesos, graciosos, alegres, serviciales y llenos de ocurrencias, en fin, los querían mucho en la cuadra.

 Ya de vuelta, Serapio y sus amigos iniciaron la travesía acostumbrada desde el Tucán, pasaron Salamanca, Santa Inés hasta llegar al barrio Hipódromo; se turnaban la pesada carga, su lomo fue el último en doblegarse.

 Serapio, quien tenía unos padres con carácter fuerte, llegó hasta el borde de la pared de la casa de los señores que llamaban Los Pescaítos, se asomó y los divisó a lo lejos, sentados en la puerta de su casa meciéndose en las mecedoras de hierro y plástico —. Chito el del afro, vecino de los pescaítos, dio la partida con sus manos, Serapio, sin pensarlo, corrió pegado a las jardineras de las casas vecinas. Serapio sabía, conforme se mecían así eran sus ánimos —. Esta vez, ellos, con sus manos colocadas sobre los braceros y el impulso fuerte que daban con la punta de los zapatos, pusieron en alerta al niño de once años—. Esto lo obligó a pensar la estrategia y lucir sus dotes creativas sobre excusitis y salidas geniales, que muchas veces no daban frutos, por la sagacidad de sus progenitores, ya advertidos de sus invenciones e historias fabulísticas. 

   ¡Papá, mamá! auyama pa´ las sopas —. Giraron sus cabezas al mismo tiempo y enfocaron con precisión de halcones, la figura de Serapio bajo el sol candente, quien a cuestas traía el bulto de Cucurbita Moschata; se miraron y acordaron el plan.

   ¿Mijito, dónde estabas?

   Papá por ahí, pero, mira lo que traje.

   ¡Auyamas, que bonitas! — ¿Cuantas trajiste?

   No sé, muchas creo.

   Tráelas y contémoslas, tal vez regalemos algunas a los vecinos.

   Siiii — ingenuo Serapio contestó — pensó su coartada había funcionado.

 Sólo bastó aproximarse a su padre unos cuantos centímetros, para ser agarrado por su mano atenazada —, mientras con la otra asió el saco quitándoselo a Serapio, luego lo pasó hábilmente a su mamá Aidina, quien infringió la sanción justa y merecida, ocasionada por su desobediencia y ausencia durante toda la mañana.

 Serapio observó de lejos, como papá Pin lanzaba el saco de auyamas contra el pavimento, en medio de la calle —. Se escuchaba su canto airado y cadencioso:

    ¡AUYAMA PA LAS SOPAS, AUYAMA PA LAS SOPAS! Mi hijo trajo pa´ el barrio, ¡auyama pa´ las sopas!

   No las vendo, yo las regalo—, ¡auyama pa´ las sopas!

   ¿Quién las encargó? — No las vendo, ¡auyama pa´ las sopas!

   Pobre Serapio, mi hijo —, ¡auyama pa´ las sopas!

Así es, Serapio estaba triste, sus lágrimas corrían, no por el castigo recibido, sino por lo que significó el esfuerzo de traerlas, ya no las veía como la excusa, sino, el dolor por lo perdido, por faltarle a la verdad y la obediencia. 

Papá Pin, nunca las botó, no las despedazó, las regaló en parte a sus vecinos y con una se quedó, no para sopas, sino, para crema; que hacía mamá con mucho amor. 

¿Qué sucedió con Omar, Nando, Armando, el Chil, Monín y Los Monitos? 

    Todos sabemos trapear, cocinar y muchas cosas más —. Después vinieron patillas, melones, hasta peces del brazo del río magdalena.

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