Serapio corría sobre el muro de bloques de cemento de diez centímetros de ancho, tan hábilmente, que parecía volar, nadaba entre marejadas de viento, era un felino diestro; se sentía libre y audaz. El sol canicular del Tucán —, como se llamaba el barrio de Soledad, Atlántico—, abrazaba su existencia y mojoseaba su piel.
Descansaba bajo las ramas de árboles de uvito que crecían pegados a la pared, luego bajaba con sus amigos Omar, Nando, Armando, Chil, Monín y Los Monitos; a recoger auyamas silvestres que metían en un saco o bolsa que encontraba en un solar ubicado sobre la autopista al aeropuerto de la localidad. Presentarlas como ofrenda por su tardanza a casa, los eximia de sanciones sabor a encierro, lavar la loza, pasar el trapero y prohibición de programas preferidos; en fin, los expiaba de pecados preadolescentes.
El tiempo transcurría
velozmente, eran las 2:00 pm, sus padres preocupados, iniciaban la danza de los
“asoma cabezas” en las terrazas. Salían de a pares con los brazos cruzados o en
forma de jarra.
— ¡Papá,
mamá! auyama pa´ las sopas —. Giraron sus cabezas al mismo tiempo y enfocaron
con precisión de halcones, la figura de Serapio bajo el sol candente, quien a
cuestas traía el bulto de Cucurbita Moschata; se miraron y acordaron el plan.
— ¿Mijito,
dónde estabas?
— Papá
por ahí, pero, mira lo que traje.
— ¡Auyamas,
que bonitas! — ¿Cuantas trajiste?
— No
sé, muchas creo.
— Tráelas
y contémoslas, tal vez regalemos algunas a los vecinos.
— Siiii
— ingenuo Serapio contestó — pensó su coartada había funcionado.
— No
las vendo, yo las regalo—, ¡auyama pa´ las sopas!
— ¿Quién
las encargó? — No las vendo, ¡auyama pa´ las sopas!
— Pobre Serapio, mi hijo —, ¡auyama pa´ las sopas!
Así es, Serapio estaba triste, sus lágrimas corrían, no por el castigo recibido, sino por lo que significó el esfuerzo de traerlas, ya no las veía como la excusa, sino, el dolor por lo perdido, por faltarle a la verdad y la obediencia.
Papá Pin, nunca las botó, no las despedazó, las regaló en parte a sus vecinos y con una se quedó, no para sopas, sino, para crema; que hacía mamá con mucho amor.
¿Qué sucedió con Omar, Nando, Armando, el Chil, Monín y Los Monitos?
— Todos sabemos trapear, cocinar y muchas cosas
más —. Después vinieron patillas, melones, hasta peces del brazo del río
magdalena.
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